Carretera Panamericana |
Desde
Bahía Prudhoe en Alaska hasta región
de Los Lagos en Chile, recorre de Norte a Sur y Sur a Norte como una costura,
igual que un bordado o una cicatriz todo un continente. Vertebra lo imposible,
recorre lo inabarcable y surca paisajes antagónicos, pueblos dispares, valles,
bosques, tundra, montañas, desiertos, selvas y altiplanos. Veintiun naciones
de un magno corredor que se le antoja imponente al viajero al igual que un
vasto océano o un infinito desierto. Una obra fruto de la local y continental
necesidad, producto del común interés por cohesionar gentes, naciones y
poblaciones. Es la carretera Panamericana, la más larga –con diferencia-
de todas las jamás construidas por el hombre, la más extensa del planeta. Sus
25.800 kilómetros la convierten en un mundo, en toda una vida, en un sueño
infinito para aquél que anhele recorrerla. Viajando por ella a uno le
sobreviene una familiar sensación, aquella que experimentas cuando desde un
punto elevado intentas abarcar el horizonte ante tus ojos e impotente asistes al
límite que a tu vista le impone la curvatura de la Tierra, mientras piensas que
es un engaño pues todo es recto. Recorre por Perú la carretera Panamericana y
serás testigo de lo que parece una pista de despegue infinita, no
distinguirás un tramo de otro pues todo es interminablemente recto. Igual que
la curvatura del globo se nos hace recta ante nuestra insignificante presencia,
el trazado costero de esta vía se nos hace derecho por los más de dos mil
seiscientos kilómetros de litoral peruviano. Inconmensurable recta que
desaparece en el espejismo del horizonte como si ésta encontrase una nueva
dimensión y se esfumase.
Dadas
sus características, el viaje se ve fácil y rápido hacia el Sur o hacia el
Norte en contraposición con las sinuosas vías que atraviesan montañas y
quebradas. Poco tiempo pasa desde que uno sale de la influencia metropolitana
de Lima y vislumbra lo que será el sempiterno paisaje de la costa de Perú; el desierto. Un infatigable, yermo, impío y por momentos virgen desierto. Un
páramo desamparado que extiende sus dominios de frontera a frontera tan sólo
parapetado por la majestuosa cordillera de Los Andes. Sin embargo, no sólo desasosiego
transmite este terreno baldío que bañan Sol y tinieblas a partes iguales. Es
justo decir que el implacable Sol y el inconstante viento han modelado por
zonas ciertos tramos de desierto, confiriéndole fortuna a un paisaje que de
dunas se sostiene y de fina arena se peina. Llegando a Ica, región cuna de
viñedos que dan el famoso pisco, el desierto comienza a tomar protagonismo, las
dunas se levantan suaves y majestuosas en el horizonte de ambos costados. Aquí
la vista no transmite desasosiego sino serenidad, paz y sobre todo una extraña
sensación de libertad. Quizá la sensación que a uno le abruma cuando está
delante de un lugar abierto que tiende al infinito sea la de libertad. Libertad
para ir, para perderse, para encontrar el silencio y la paz sin nada ni nadie,
una puerta a ningún sitio que prestan siempre los desiertos y que bien conocen
quienes alguna vez han estado en uno.
Desierto costero, Ica |
Cinco
horas te llevan a un oasis, cinco horas que te rescatan del caos y de la garúa,
del ruido y del aire viciado, de la turba y la locura. Merecen la pena esas
horas cuando entras por las puertas naturales del oasis de Huacachina. Éste
oasis, un vergel de agua y árboles, enclavado en medio de la nada, una nada
conformada por arena y viento, silencio y luz. Serpentea la senda que te lleva
hasta ella y parecen bailar las formidables dunas abriéndose paso para
descubrirte el pequeño milagro de vida verde. No son médanos insignificantes éstos,
son montículos de cien metros hasta la cresta, todo ello formado por granos de
fina arena que al cogerlos parecen desvanecer. Custodian la laguna por los
cuatro costados y quizá por ello evitó al hombre hasta el siglo XX.
Oasis de Huacachina |
Pero
mejor dirígete a Poniente, recorre y atraviesa cincuenta interminables kilómetros
de dunas, inconsistente arena que le quita mérito a tus firmes pasos haciendo
eterno el avanzar. Llega hasta la costa y desde allí mira hacia el colosal
océano, entonces con suerte entreverás lo que parecen unas albas islas. Las Galápagos
de los pobres las llaman. Tal vez por situarse a diez kilómetros de tierra en vez de estar a casi mil inaccesibles kilómetros de navegación náutica.
La diversidad de las islas sólo es comparable al alboroto que en ellas impera.
Una nube oscura de aves marinas que vuelan de isla en isla, que se lanzan al
agua cual proyectil para pescar comida, que baten sus alas, que se persiguen
unas a otras y gritan para defenderse y cortejarse. Cuando no, están calmas una
al lado de la otra, de pie, como figuras humanoides desde lejos, copando toda
una isla y vistiéndola de color oscuro. Su número es tal que juntas forman un
solo manto, oscuro éste que transforma las blancas islas en tonos lóbregos.
Echan a volar y descubren las aves la roca blanca, vestida con una honda capa
de valioso y fértil guano. Cómo describir que cuando el barco se acerca a sus
costas impacta como un meteorito en la nariz un fortísimo hedor, ácido,
sulfuroso y desagradable como deben despedir las cavernas del mismo averno. No
se te despega hasta pasadas las horas, pero se acostumbra uno al rato, a todo
se hace uno. Y si no que se lo digan a los doscientos operarios que cada cuatro
años pasan dos meses en éstas islas recogiendo los más de cuatro millones de
kilos de mierda hedionda para posteriormente vendérselo a España e Italia. No
concibo realmente cómo pueden siquiera dormir en semejantes condiciones, pero
la necesidad impera.
Pero
el regalo a la vista supera cualquier olor, el de ver colonias de leones
marinos en libertad, poder ver el vuelo en picado del Guanay, las
aglomeraciones de Alcatraces Piquero, el escondite de Zarcillos o el majestuoso
e imposible vuelo del Pelícano, aves marinas que hacen sospechar que alados
prehistóricos no debieron ser muy diferentes.
Islas Ballestas desde el barco |
Retorna
en barco a tierra y pasa por delante de un geoglifo centenario e imperturbable,
una forma de candelabro que surcada en la arena de una duna no ha sufrido
cambio alguno gracias a la práctica inexistencia de aire y lluvia, inconcebible.
Vuelve
a las dunas que guardan el oasis y surféalas si puedes, monta en tubulares cuya
potencia desafía la vertical de estos montes de sílice. Después, cuando hayas
hecho esto y más, cuando los rayos del sol tropical hayan calentado tus huesos
y te hayan visto disfrutar de unos días inolvidables sobre un paraje eterno,
entonces coge de nuevo la vía que vuelve al Norte, llega por donde la
Panamericana te trajo entre el océano y las dunas.
Vuelve a Lima y recuérdalo siempre.
Una descripción estupenda de la carretera y del desierto, las fotos te animan a hacer la croqueta, ¡una pena que no podamos ir allí¡, hasta pronto. Marisa
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