jueves, 22 de noviembre de 2012

En casa de Pachacútec


     El tren se movía de lado a lado, el traqueteo era incesante, los vaivenes irrefrenables. A uno sólo le salía reír como un tonto. Al principio pensé que aquel tren que hace el trayecto entre Poroy y Aguascalientes descarrilaría de un momento a otro. Sin embargo, recorridos unos pocos kilómetros asumí que el sistema ferroviario, el único de Perú diría, era antiguo y que por eso metía ese jaleo infernal.  A pesar de que acabé medio amoratado por los golpazos bruscos, el tren estaba limpio y era cómodo. De suerte que el paisaje que acompaña el trayecto está salpicado de accidentes geográficos, ríos, montañas, pampas, cultivos y nevados titánicos. El panorama atravesando Los Andes es hermoso, diferente y muy entretenido. De no ser así, y de saber que el destino final de aquel ferrocarril es Aguascalientes, antesala de lo inédito, del misterio y lo sublime, uno pensaría que en realidad viaja en el Convoy 927 destino Mathausen. 


      Sus tres horas de duración, con un bamboleo constante hacen de los cien kilómetros de distancia desde Cuzco todo un ejercicio de paciencia, sobre todo a la vuelta. Pues, a una velocidad media de 33km/h nos desplazábamos por entre montañas de más de cuatro kilómetros y valles de ángulos perfectos, siguiendo siempre la corriente del río Urubamba, el cual surca la cordillera para seguir hacia el Norte atravesando la espesa jungla hasta desembocar en el Ucayali, un inmenso río que a su vez es la mayor fuente del río Amazonas.

      Más o menos a mitad de camino, pasa el viajero por la ciudad y sitio arqueológico incaico de Ollantaytambo, genial ejemplo de planificación inca. Poco después, uno se asombra intentando vislumbrar la cumbre del nevado Verónica, una montaña de 5750 metros, que hace que las peladas cumbres de más de cuatro mil metros que inundan el paisaje parezcan insignificantes. Pasados estos puntos del mapa, el paisaje comienza misteriosamente a cambiar, dando paso a una vegetación exuberante, frondosa, verde. Una vegetación dispar, que puebla de arboles hasta las cumbres y los riscos. Es entonces cuando el tren entra en la zona tropical de la región. Todo se vuelve jungla, de una belleza y una calma inexplicables. Las nubes y la niebla, abigarradas entre los peñascos y la vegetación se hacen fuertes, cubriendo de un halo misterioso la incertidumbre de las paredes montañosas. 

        Al llegar a Aguascalientes, el corazón se encoge de emoción, es como si de alguna forma aquella estación saturada de turistas fuera el culmen de un viaje que llevaba toda una vida esperando a ser realizado.

      Dicen que Pachacútec, el inca del Tahuantinsuyo quedó soberanamente impresionado por sus características geográficas, situada en una zona que a la sazón era considerada tierra sagrada por su pueblo. Quizá por ello mandó construir en ese imposible emplazamiento lo que sería una ciudadela autosuficiente y lujosa, sólo habitable por meritorios de la época procedentes además de las altas cunas del imperio. 

         Considero yo, que fueron aquellos, hombres de paz, serenidad y misticismo. Estudiosos de la vida y las estrellas que aspiraron a edificar y vivir sobre un ideario utópico que por su causa circunstancial funcionó hasta que el impío tiempo lo hizo desaparecer.

        Es y fue Machu Picchu un capricho de la creación geológica del planeta, un sin igual en el mundo, conjunto de macizos que se levantan sin disimulo y empequeñecen el valle y el río, escenario de ciencia ficción revestido de árboles y verdor que en medio de una niebla infinita rompe los esquemas de la comprensión de lo posible y te hace enmudecer. Vieron esas montañas los primeros humanos pensando que habían descubierto el rincón secreto de Dios en la Tierra, creyeron que aquella belleza inmensa no pudiera ser real pues parece que esté preparada, diseñada, cuidada deliberadamente al detalle. Qué perfecta fronda, qué niebla tan oportuna, qué valles tan euclidianos, qué macizos tan soberbios y qué atmosfera de sosiego que inspiraron y estimularon a los incas de Pachacútec para retar a los elementos. 
Vista del putukusi, foto propia
    Erosionaron parte de la “Montaña Vieja” para poder estar más cerca de sus Dioses. Trajeron piedras colosales desde canteras montanas alejadas, hercúleos hombres que no conocieron la rueda ni domaron grandes bestias, todo por hacer de ello un hueco del cielo en la Tierra. Pulieron grandes piedras para hacerlas dignas de una ciudadela perfecta a los pies del Huayna Picchu, labraron ingeniosas terrazas para cultivar y adaptar los diferentes sembrados a las inclemencias del lugar. 
Vista de los "andenes", foto propia
       Su labor perdura por los siglos y asombra al mundo que afortunado se reúne en sus faldas, espolea la imaginación de quienes lo ven por las lentes del progreso. No hay palabras para describir Machu Picchu, y a la vez hay muchas. 

       La belleza de este sitio sólo es comparable a la sensación de gozo efímero, de deleite fugaz que nos brinda esta parte de Perú, un sentimiento de haber pasado por allí y nunca haber estado. Algo difícil pero algo hermoso, algo único e inexplicable.
Vista del Huayna Picchu desde el Machu Picchu, foto propia

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