El tren se movía de lado a lado, el traqueteo era incesante,
los vaivenes irrefrenables. A uno sólo le salía reír como un tonto. Al
principio pensé que aquel tren que hace el trayecto entre Poroy y
Aguascalientes descarrilaría de un momento a otro. Sin embargo, recorridos unos
pocos kilómetros asumí que el sistema ferroviario, el único de Perú diría, era
antiguo y que por eso metía ese jaleo infernal.
A pesar de que acabé medio amoratado por los golpazos bruscos, el tren
estaba limpio y era cómodo. De suerte que el paisaje que acompaña el trayecto
está salpicado de accidentes geográficos, ríos, montañas, pampas, cultivos y
nevados titánicos. El panorama atravesando Los Andes es hermoso, diferente y
muy entretenido. De no ser así, y de saber que el destino final de aquel
ferrocarril es Aguascalientes, antesala de lo inédito, del misterio y lo
sublime, uno pensaría que en realidad viaja en el Convoy 927 destino Mathausen.
Sus tres horas de duración, con un bamboleo constante hacen de los cien
kilómetros de distancia desde Cuzco todo un ejercicio de paciencia, sobre todo a la vuelta.
Pues, a una velocidad media de 33km/h nos desplazábamos por entre montañas de
más de cuatro kilómetros y valles de ángulos perfectos, siguiendo siempre la
corriente del río Urubamba, el cual surca la cordillera para seguir hacia el
Norte atravesando la espesa jungla hasta desembocar en el Ucayali, un inmenso
río que a su vez es la mayor fuente del río Amazonas.
Más o menos
a mitad de camino, pasa el viajero por la ciudad y sitio arqueológico incaico
de Ollantaytambo, genial ejemplo de planificación inca. Poco después, uno se
asombra intentando vislumbrar la cumbre del nevado Verónica, una montaña de 5750
metros, que hace que las peladas cumbres de más de cuatro mil metros que
inundan el paisaje parezcan insignificantes. Pasados estos puntos del mapa, el
paisaje comienza misteriosamente a cambiar, dando paso a una vegetación
exuberante, frondosa, verde. Una vegetación dispar, que puebla de arboles hasta
las cumbres y los riscos. Es entonces cuando el tren entra en la zona tropical
de la región. Todo se vuelve jungla, de una belleza y una calma inexplicables.
Las nubes y la niebla, abigarradas entre los peñascos y la vegetación se hacen
fuertes, cubriendo de un halo misterioso la incertidumbre de las paredes
montañosas.
Al llegar a
Aguascalientes, el corazón se encoge de emoción, es como si de alguna forma
aquella estación saturada de turistas fuera el culmen de un viaje que llevaba
toda una vida esperando a ser realizado.
Dicen que
Pachacútec, el inca del Tahuantinsuyo quedó soberanamente impresionado por sus
características geográficas, situada en una zona que a la sazón era considerada tierra sagrada por su pueblo. Quizá por ello mandó construir en ese imposible emplazamiento lo
que sería una ciudadela autosuficiente y lujosa, sólo habitable por meritorios
de la época procedentes además de las altas cunas del imperio.
Considero yo,
que fueron aquellos, hombres de paz, serenidad y misticismo. Estudiosos de la
vida y las estrellas que aspiraron a edificar y vivir sobre un ideario utópico
que por su causa circunstancial funcionó hasta que el impío tiempo lo hizo
desaparecer.
Es y fue
Machu Picchu un capricho de la creación geológica del planeta, un sin igual en
el mundo, conjunto de macizos que se levantan sin disimulo y empequeñecen el
valle y el río, escenario de ciencia ficción revestido de árboles y verdor que
en medio de una niebla infinita rompe los esquemas de la comprensión de lo
posible y te hace enmudecer. Vieron esas montañas los primeros humanos pensando
que habían descubierto el rincón secreto de Dios en la Tierra, creyeron que
aquella belleza inmensa no pudiera ser real pues parece que esté preparada,
diseñada, cuidada deliberadamente al detalle. Qué perfecta fronda, qué niebla tan oportuna,
qué valles tan euclidianos, qué macizos tan soberbios y qué atmosfera de
sosiego que inspiraron y estimularon a los incas de Pachacútec para retar a los
elementos.
Erosionaron
parte de la “Montaña Vieja” para poder estar más cerca de sus Dioses. Trajeron
piedras colosales desde canteras montanas alejadas, hercúleos hombres que no
conocieron la rueda ni domaron grandes bestias, todo por hacer de ello un hueco
del cielo en la Tierra. Pulieron grandes piedras para hacerlas dignas de una
ciudadela perfecta a los pies del Huayna Picchu, labraron ingeniosas terrazas
para cultivar y adaptar los diferentes sembrados a las inclemencias del lugar.
Su labor perdura por los siglos y asombra al mundo que
afortunado se reúne en sus faldas, espolea la imaginación de quienes lo ven por
las lentes del progreso. No hay palabras para describir Machu Picchu, y a la
vez hay muchas.
Vista del putukusi, foto propia |
Vista de los "andenes", foto propia |
La belleza
de este sitio sólo es comparable a la sensación de gozo efímero, de deleite
fugaz que nos brinda esta parte de Perú, un sentimiento de haber pasado por allí y nunca
haber estado. Algo difícil pero algo hermoso, algo único e inexplicable.
Vista del Huayna Picchu desde el Machu Picchu, foto propia |