viernes, 21 de diciembre de 2012

Ríos de vida



Dicen que su desaparición supondría por extensión la volatilización del resto de selvas lluviosas del planeta. Esto significa una alteración a nivel global que pondría en peligro toda la vida sobre la faz de la Tierra. Pero a Brasil esto parece no importarte pues lleva un ritmo de deforestación que según cálculos ya ha conseguido que desaparezca una quinta parte de la selva amazónica. Este patrimonio de la biosfera, necesario para la humanidad y la vida en general es una verdadera joya, se mire por donde se mire. La cuenca del río Amazonas ocupa una superficie equivalente a once veces el tamaño de la península ibérica. Se trata de la mayor cuenca hidrográfica del mundo, formada por innumerables ríos de gran caudal, principalmente por el Amazonas, el más largo y caudaloso del planeta, y el Hamza, más ancho, más lento y subterráneo. Nace en Perú, y después de recorrer 6750 kilómetros desemboca en el océano Atlántico. En un sólo kilómetro cuadrado de selva se concentra más biodiversidad que en todo el continente europeo. 

    Utilizaré el diálogo de una famosa película de ciencia ficción para ilustrar lo que pensé cuando visité el Amazonas, y más concretamente la ciudad de Iquitos: 

"Quisiera compartir una revelación que he tenido desde que estoy aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar su especie. Verá, me dí cuenta de que en realidad no son mamíferos. Todos los mamíferos de este planeta desarrollan instintivamente un lógico equilibrio con el hábitat natural que les rodea. Pero los humanos no lo hacen. Se trasladan a una zona y se multiplican, y siguen multiplicandose hasta que todos los recursos naturales se agotan. Así que el único modo de sobrevivir es extendiéndose hasta otra zona. Existe otro organismo en este planeta que sigue el mismo patrón. ¿Sabe cuál es? Un virus. Los humanos son una enfermedad, son el cáncer de este planeta, son una plaga [...]"

               Cuando recorres poblados del Amazonas, surcas las aguas, caminas por la ciudad y visitas centros de rescate de animales, empiezas a preguntarte qué motivo hizo que los humanos nos asentásemos allí (exceptuando las tribus originarias), aun a sabiendas de su inaccesibilidad y aislamiento. Recordando el extracto del diálogo de Matrix me preguntaba por la necesidad de fundar una inefable ciudad como Iquitos. La respuesta es análoga a este diálogo: agotar los recursos. Y de la misma manera se explica. Llegaron, agotaron los recursos y se trasladaron. Así hicieron los europeos con Iquitos y alrededores durante el periodo conocido como la fiebre del caucho. Los caucheros se hicieron ricos, y cuando no había más caucho se largaron y dejaron ahí el germen de esa ciudad espeluznante, sucia, infecta, hedionda y terriblemente contaminante. 

Montón de porquería en Belén, Iquitos. Foto propia

               Es para llorar cuando a uno le explican que esos animales que ves tras una jaula o recinto apenas se encuentran al menos en muchos kilómetros a la redonda. Se comen las tortugas y sus huevos a centenas, trafican con monos y guacamayos, persiguen y machetean a las serpientes, pescan hasta reventar, han puesto en peligro al delfín rosado y han relegado al jaguar a un par de reservas protegidas. Recuerdo en uno de esos centros de rescate en el que un compatriota encargado de la visita nos iba guiando y explicando. Yo le preguntaba sistemáticamente si cada uno de esos animales se podían encontrar en la selva en la que estábamos. Su respuesta era siempre la misma: “No, por aquí no, es difícil”. O la descorazonadora y reveladora frase: “Aquí al menos queda algo, en Pucallpa han acabado con todo”. Es decir, que cuando atraviesas esa espesa arboleda no te corre por las venas ninguna sensación de peligro y aventura, lo único originalmente auténtico es el calor sofocante.

Con un bebé cocodrilo, centro de rescate
     Salvando esta pequeña invectiva contra la raza humana y su afán destructor y egoísta, puedo decir que disfrutamos muchísimo del Amazonas y sus maravillas naturales. Cómo olvidar aquella indígena Yahua en un poblado perdido que atrapó para nosotros, desplumó, troceó y cocinó un gallo enorme. O que unos indigenas de esta tribu me dieron a beber masato para más tarde descubrir que se elabora con yuca masticada. Qué decir de la Victoria Regia, la planta flotante más grande del mundo, los delfines rosados nadando en libertad o esos árboles descomunales de los que colgaban robustas lianas. En la retina queda el espectáculo de las tormentas tropicales, que con sus rayos iluminan incesante la más absoluta oscuridad. Esperemos que en el Amazonas nunca deje de llover.
Río Momón, afluente del Amazonas

               Una semana después y mil quinientos kilómetros más abajo, nos encontramos en el segundo cañón más profundo del mundo: el cañón del río Colca. En la última expedición realizada para calcular la profundidad máxima se estimó en 4160 metros, situándolo sólo por detrás del cañón del Yarlung Tsangpo en el Himalaya chino con 5590 metros. ¿Cañón del Colorado? Es la mitad de profundo, pero eso no se sabe hasta que se visita, por tanto la sorpresa es mucho mayor. 

Valle del Colca, foto propia

               Era un día plúmbeo, con mucha niebla. Apenas pudimos apreciar con detalle el entramado del cañón, sus meandros, sus caprichos y sus gargantas. Pude atisbar a lo lejos, en el infinito de su profundidad, un pequeño hilo de color café con leche. Era el colca, el río que a tres kilómetros de distancia discurría tímido, casi mudo por la altura. La cruz del cóndor, un mirador que deleita con el vuelo matutino de estas grandes aves estaba totalmente velado por la neblina, no se veía nada. Una pena. Nos habíamos subido de nuevo al transporte que nos llevaba de vuelta, apesadumbrados por no haber visto ni cañón ni cóndores. De pronto un grito rompió el silencio, la guía gritaba y reía como boba mientras yo me recuperaba del susto y empezaba a cabrearme. No alcanzaba a comprender qué narices estaba diciendo, sólo sabía que la furgoneta se había detenido. Segundos después entendí que habíamos avistado supuestamente un cóndor. Entonces fuimos a otro mirador a esperar. Yo no tenía ninguna esperanza de ver nada en absoluto, lo daba por perdido. Con una pose de resignación miraba al horizonte, de repente apareció algo que me llamó la atención, pero resultaba ser un “fiasco” pues solo se trataba de un águila espectacular de dos metros de envergadura, pero eso a la gente no le interesaba. 

               Esa rapaz había puesto mis ojos en otro punto de la montaña. Los tenía fijos, pensando en otra cosa. En un momento, como una figura mitológica divisé una sombra gigante que recorría el cerro de arriba a abajo, sin embargo no veía al responsable de esa sombra. De pronto uno de los guías gritó “Cóndor!! Cóndor!!” como si hubiera visto un platillo volante. Apareció uno y vinieron más, como de la nada. Majestuosas aves de hasta tres metros y medio de envergadura que ascendían al captar las corrientes de aire caliente para sortear los picos de cinco y seis kilómetros de altura. Una de las más longevas del planeta, la más grande voladora y la segunda en envergadura tras el Albatros viajero. Un espectáculo único y que me habría gustado disfrutar más tiempo.

video grabado en el Colca de un Cóndor macho

       

Tiempo de volver, atravesando una cortina de agua de lluvia que se extendía desde los Andes arequipeños hasta el Sur en el tormentoso Lago Titicaca. No es de extrañar que el embrionario Amazonas nazca en Arequipa, pues con las mantas continuas e incesantes de lluvia hay como para formar lagunas, lagos y ríos. A 4900 metros sobre el nivel del mar, un lago llamado “la Lagunilla” y que bien podría ser el lago más grande de España, disponía un paisaje bien distinto a todo lo que había visto hasta ahora. 
Vista panorámica Lagunilla, foto propia

En un post anterior hablé de la disparidad de climas peruanos, siendo un país que aglutina la mayor parte de microclimas en un solo territorio, y doy fe de ello. Con un frío propio de latitudes meridionales, una estampa siberiana, se extendía ante mis ojos un lago frío y oscuro, rodeado de tundra y hielo formado por el granizo caído. Un cielo gris plomo caía como telón. Estaba en Perú, el mismo país donde una semana antes había padecido sin defensa alguna el mayor calor jamás vivido, teniendo enfrente un paisaje más propio de Noruega. Si me llegan a decir que estoy en un fiordo en medio del país nórdico me lo habría creído. La diferencia era esa, que estaba a casi cinco kilómetros de altitud.

               Llegando al Titicaca, podía verse una tormenta apocalíptica, negra, con rayos estremecedores que daban la banda sonora a un diluvio de aúpa. En Puno, ciudad ribereña del lago, la cosa estaba fea. Una ciudad menos reseñable que Algete, sucia, fea, llena de agua y barro. Todos los días a las 4 o 5 de la tarde se juntaban las nubes y descargaban el agua reunida gracias al implacable Sol, y no paraban hasta la noche. El lago es tan grande que crea su propio sistema climático, su influencia es muy grande. De origen tectónico, es un lago residual que en su día fue un mar interior que ocupaba el altiplano andino. 

      Hoy, son cinco ríos que le rinden cuentas desembocando en él para formar un cuerpo lacustre de hasta 240 metros de profundidad y una extensión de 8560 km2, lo que supone una superficie de 500km2 más que toda la región de la Comunidad de Madrid. Lo curioso de este lago, aparte de ser el más alto navegable (3800 msnm) reside en sus pobladores. Como cualquier cuerpo de agua, cuida en sus entrañas alguna que otra isla. Hasta ahí bien. Lo especial surge cuando un grupo étnico de origen aymara decide trasladar su residencia al interior del lago, para así poder evitar los ataques de los beligerantes incas. Entonces es cuando el ingenio humano sale a relucir. ¿No hay islas disponibles? Pues las fabricamos ¿Con qué? ¿Qué es lo que más abunda? Juncos. Pues que sean de juncos.

Islas Uros, foto propia

Desde el barco, foto propia
Y así empezó. Más de setenta islas flotantes hechas con juncos que tienen que reponer cada quince días ya que el agua rezuma, y los juncos más hundidos se pudren impregnando el ambiente de un olor algo desagradable. Una luz inigualable que empapa todo lo que hay en el lago, resaltando las casas y barcos amarillos de estos Uros. Una estampa idílica al ojo y poco practica para unos pobladores que padecen reuma y que no tienen electricidad. 
Península, Titicaca. foto propia
No tiene ningún sentido vivir ahí, pero como me explicaba uno de ellos en el poco español que chapurreaba, la cosa permanece para poder vivir del turismo, evidentemente ya no hay incas.

              




 De vuelta a Arequipa, ciudad blanca levantada con Sillar, una roca volcánica de vista elegante y porosa. Orgullosa de sí misma, regionalista, presumida de su cocina y tradiciones, flanqueada por los volcanes Misti y Chachani que te dejan sin aliento por su tamaño (5828m y 6075m) y que parecen velar adormecidos. Destaca el convento de Santa Catalina fundado por María de Guzmán, un pueblo dentro de la ciudad. 
Santa Catalina, foto propia
Volcán Misti, Arequipa por Salomon Robert Rodriguez Ortiz
Conformado por varias callecitas estrechas y  nombradas de ciudades españolas, dan forma a la laberíntica ciudadela llena de casas o “celdas” donde las 180 monjas vivían a costa de 320 doncellas una vida festiva hasta que el Papa puso orden. Tonos ocres y azules, mezclados con el blanco hueso del Sillar, un pueblito parecido más bien a un Marruecos o España, con encanto y sabor. Sin duda lo más destacable de Arequipa, ciudad, por cierto, donde nació Vargas Llosa.


Y ya de vuelta en Lima, agotados por el periplo, encantados por lo vivido, algo que tardaremos en digerir y asimilar pues es demasiado grande, la experiencia peruana. Le recomiendo a todo el mundo no se muera sin venir a Perú, y si vienes quédate hasta un mes. No sólo es Machu Picchu, es tanto más…

Agradecimientos y curiosidades

Empezamos el blog sin saber muy bien dónde nos llevaría, sólo con la intención de transmitir algunas de nuestras experiencias, y así ha sido aunque haya tomado tintes poéticos o críticos en algún momento. Sin embargo hemos sobrepasado las expectativas de lectores, trascendiendo más allá de familiares y amigos. Así, a día de hoy es curioso saber que el blog ha tenido cientos de visitas. Muchas gracias y hasta pronto.

Nos vemos en Madrid

jueves, 22 de noviembre de 2012

En casa de Pachacútec


     El tren se movía de lado a lado, el traqueteo era incesante, los vaivenes irrefrenables. A uno sólo le salía reír como un tonto. Al principio pensé que aquel tren que hace el trayecto entre Poroy y Aguascalientes descarrilaría de un momento a otro. Sin embargo, recorridos unos pocos kilómetros asumí que el sistema ferroviario, el único de Perú diría, era antiguo y que por eso metía ese jaleo infernal.  A pesar de que acabé medio amoratado por los golpazos bruscos, el tren estaba limpio y era cómodo. De suerte que el paisaje que acompaña el trayecto está salpicado de accidentes geográficos, ríos, montañas, pampas, cultivos y nevados titánicos. El panorama atravesando Los Andes es hermoso, diferente y muy entretenido. De no ser así, y de saber que el destino final de aquel ferrocarril es Aguascalientes, antesala de lo inédito, del misterio y lo sublime, uno pensaría que en realidad viaja en el Convoy 927 destino Mathausen. 


      Sus tres horas de duración, con un bamboleo constante hacen de los cien kilómetros de distancia desde Cuzco todo un ejercicio de paciencia, sobre todo a la vuelta. Pues, a una velocidad media de 33km/h nos desplazábamos por entre montañas de más de cuatro kilómetros y valles de ángulos perfectos, siguiendo siempre la corriente del río Urubamba, el cual surca la cordillera para seguir hacia el Norte atravesando la espesa jungla hasta desembocar en el Ucayali, un inmenso río que a su vez es la mayor fuente del río Amazonas.

      Más o menos a mitad de camino, pasa el viajero por la ciudad y sitio arqueológico incaico de Ollantaytambo, genial ejemplo de planificación inca. Poco después, uno se asombra intentando vislumbrar la cumbre del nevado Verónica, una montaña de 5750 metros, que hace que las peladas cumbres de más de cuatro mil metros que inundan el paisaje parezcan insignificantes. Pasados estos puntos del mapa, el paisaje comienza misteriosamente a cambiar, dando paso a una vegetación exuberante, frondosa, verde. Una vegetación dispar, que puebla de arboles hasta las cumbres y los riscos. Es entonces cuando el tren entra en la zona tropical de la región. Todo se vuelve jungla, de una belleza y una calma inexplicables. Las nubes y la niebla, abigarradas entre los peñascos y la vegetación se hacen fuertes, cubriendo de un halo misterioso la incertidumbre de las paredes montañosas. 

        Al llegar a Aguascalientes, el corazón se encoge de emoción, es como si de alguna forma aquella estación saturada de turistas fuera el culmen de un viaje que llevaba toda una vida esperando a ser realizado.

      Dicen que Pachacútec, el inca del Tahuantinsuyo quedó soberanamente impresionado por sus características geográficas, situada en una zona que a la sazón era considerada tierra sagrada por su pueblo. Quizá por ello mandó construir en ese imposible emplazamiento lo que sería una ciudadela autosuficiente y lujosa, sólo habitable por meritorios de la época procedentes además de las altas cunas del imperio. 

         Considero yo, que fueron aquellos, hombres de paz, serenidad y misticismo. Estudiosos de la vida y las estrellas que aspiraron a edificar y vivir sobre un ideario utópico que por su causa circunstancial funcionó hasta que el impío tiempo lo hizo desaparecer.

        Es y fue Machu Picchu un capricho de la creación geológica del planeta, un sin igual en el mundo, conjunto de macizos que se levantan sin disimulo y empequeñecen el valle y el río, escenario de ciencia ficción revestido de árboles y verdor que en medio de una niebla infinita rompe los esquemas de la comprensión de lo posible y te hace enmudecer. Vieron esas montañas los primeros humanos pensando que habían descubierto el rincón secreto de Dios en la Tierra, creyeron que aquella belleza inmensa no pudiera ser real pues parece que esté preparada, diseñada, cuidada deliberadamente al detalle. Qué perfecta fronda, qué niebla tan oportuna, qué valles tan euclidianos, qué macizos tan soberbios y qué atmosfera de sosiego que inspiraron y estimularon a los incas de Pachacútec para retar a los elementos. 
Vista del putukusi, foto propia
    Erosionaron parte de la “Montaña Vieja” para poder estar más cerca de sus Dioses. Trajeron piedras colosales desde canteras montanas alejadas, hercúleos hombres que no conocieron la rueda ni domaron grandes bestias, todo por hacer de ello un hueco del cielo en la Tierra. Pulieron grandes piedras para hacerlas dignas de una ciudadela perfecta a los pies del Huayna Picchu, labraron ingeniosas terrazas para cultivar y adaptar los diferentes sembrados a las inclemencias del lugar. 
Vista de los "andenes", foto propia
       Su labor perdura por los siglos y asombra al mundo que afortunado se reúne en sus faldas, espolea la imaginación de quienes lo ven por las lentes del progreso. No hay palabras para describir Machu Picchu, y a la vez hay muchas. 

       La belleza de este sitio sólo es comparable a la sensación de gozo efímero, de deleite fugaz que nos brinda esta parte de Perú, un sentimiento de haber pasado por allí y nunca haber estado. Algo difícil pero algo hermoso, algo único e inexplicable.
Vista del Huayna Picchu desde el Machu Picchu, foto propia

martes, 6 de noviembre de 2012

La larga carretera



Carretera Panamericana
             Desde Bahía Prudhoe en Alaska hasta región de Los Lagos en Chile, recorre de Norte a Sur y Sur a Norte como una costura, igual que un bordado o una cicatriz todo un continente. Vertebra lo imposible, recorre lo inabarcable y surca paisajes antagónicos, pueblos dispares, valles, bosques, tundra, montañas, desiertos, selvas y altiplanos. Veintiun naciones de un magno corredor que se le antoja imponente al viajero al igual que un vasto océano o un infinito desierto. Una obra fruto de la local y continental necesidad, producto del común interés por cohesionar gentes, naciones y poblaciones. Es la carretera Panamericana, la más larga –con diferencia- de todas las jamás construidas por el hombre, la más extensa del planeta. Sus 25.800 kilómetros la convierten en un mundo, en toda una vida, en un sueño infinito para aquél que anhele recorrerla. Viajando por ella a uno le sobreviene una familiar sensación, aquella que experimentas cuando desde un punto elevado intentas abarcar el horizonte ante tus ojos e impotente asistes al límite que a tu vista le impone la curvatura de la Tierra, mientras piensas que es un engaño pues todo es recto. Recorre por Perú la carretera Panamericana y serás testigo de lo que parece una pista de despegue infinita, no distinguirás un tramo de otro pues todo es interminablemente recto. Igual que la curvatura del globo se nos hace recta ante nuestra insignificante presencia, el trazado costero de esta vía se nos hace derecho por los más de dos mil seiscientos kilómetros de litoral peruviano. Inconmensurable recta que desaparece en el espejismo del horizonte como si ésta encontrase una nueva dimensión y se esfumase. 

             Dadas sus características, el viaje se ve fácil y rápido hacia el Sur o hacia el Norte en contraposición con las sinuosas vías que atraviesan montañas y quebradas. Poco tiempo pasa desde que uno sale de la influencia metropolitana de Lima y vislumbra lo que será el sempiterno paisaje de la costa de Perú; el desierto. Un infatigable, yermo, impío y por momentos virgen desierto. Un páramo desamparado que extiende sus dominios de frontera a frontera tan sólo parapetado por la majestuosa cordillera de Los Andes. Sin embargo, no sólo desasosiego transmite este terreno baldío que bañan Sol y tinieblas a partes iguales. Es justo decir que el implacable Sol y el inconstante viento han modelado por zonas ciertos tramos de desierto, confiriéndole fortuna a un paisaje que de dunas se sostiene y de fina arena se peina. Llegando a Ica, región cuna de viñedos que dan el famoso pisco, el desierto comienza a tomar protagonismo, las dunas se levantan suaves y majestuosas en el horizonte de ambos costados. Aquí la vista no transmite desasosiego sino serenidad, paz y sobre todo una extraña sensación de libertad. Quizá la sensación que a uno le abruma cuando está delante de un lugar abierto que tiende al infinito sea la de libertad. Libertad para ir, para perderse, para encontrar el silencio y la paz sin nada ni nadie, una puerta a ningún sitio que prestan siempre los desiertos y que bien conocen quienes alguna vez han estado en uno.
Desierto costero, Ica
             Cinco horas te llevan a un oasis, cinco horas que te rescatan del caos y de la garúa, del ruido y del aire viciado, de la turba y la locura. Merecen la pena esas horas cuando entras por las puertas naturales del oasis de Huacachina. Éste oasis, un vergel de agua y árboles, enclavado en medio de la nada, una nada conformada por arena y viento, silencio y luz. Serpentea la senda que te lleva hasta ella y parecen bailar las formidables dunas abriéndose paso para descubrirte el pequeño milagro de vida verde. No son médanos insignificantes éstos, son montículos de cien metros hasta la cresta, todo ello formado por granos de fina arena que al cogerlos parecen desvanecer. Custodian la laguna por los cuatro costados y quizá por ello evitó al hombre hasta el siglo XX.
Oasis de Huacachina
             Pero mejor dirígete a Poniente, recorre y atraviesa cincuenta interminables kilómetros de dunas, inconsistente arena que le quita mérito a tus firmes pasos haciendo eterno el avanzar. Llega hasta la costa y desde allí mira hacia el colosal océano, entonces con suerte entreverás lo que parecen unas albas islas. Las Galápagos de los pobres las llaman. Tal vez por situarse a diez kilómetros de tierra en vez de estar a casi mil inaccesibles kilómetros de navegación náutica. La diversidad de las islas sólo es comparable al alboroto que en ellas impera. Una nube oscura de aves marinas que vuelan de isla en isla, que se lanzan al agua cual proyectil para pescar comida, que baten sus alas, que se persiguen unas a otras y gritan para defenderse y cortejarse. Cuando no, están calmas una al lado de la otra, de pie, como figuras humanoides desde lejos, copando toda una isla y vistiéndola de color oscuro. Su número es tal que juntas forman un solo manto, oscuro éste que transforma las blancas islas en tonos lóbregos. Echan a volar y descubren las aves la roca blanca, vestida con una honda capa de valioso y fértil guano. Cómo describir que cuando el barco se acerca a sus costas impacta como un meteorito en la nariz un fortísimo hedor, ácido, sulfuroso y desagradable como deben despedir las cavernas del mismo averno. No se te despega hasta pasadas las horas, pero se acostumbra uno al rato, a todo se hace uno. Y si no que se lo digan a los doscientos operarios que cada cuatro años pasan dos meses en éstas islas recogiendo los más de cuatro millones de kilos de mierda hedionda para posteriormente vendérselo a España e Italia. No concibo realmente cómo pueden siquiera dormir en semejantes condiciones, pero la necesidad impera.
           
              Pero el regalo a la vista supera cualquier olor, el de ver colonias de leones marinos en libertad, poder ver el vuelo en picado del Guanay, las aglomeraciones de Alcatraces Piquero, el escondite de Zarcillos o el majestuoso e imposible vuelo del Pelícano, aves marinas que hacen sospechar que alados prehistóricos no debieron ser muy diferentes. 
Islas Ballestas desde el barco
      Retorna en barco a tierra y pasa por delante de un geoglifo centenario e imperturbable, una forma de candelabro que surcada en la arena de una duna no ha sufrido cambio alguno gracias a la práctica inexistencia de aire y lluvia, inconcebible.
         
            Vuelve a las dunas que guardan el oasis y surféalas si puedes, monta en tubulares cuya potencia desafía la vertical de estos montes de sílice. Después, cuando hayas hecho esto y más, cuando los rayos del sol tropical hayan calentado tus huesos y te hayan visto disfrutar de unos días inolvidables sobre un paraje eterno, entonces coge de nuevo la vía que vuelve al Norte, llega por donde la Panamericana te trajo entre el océano y las dunas.

Vuelve a Lima y recuérdalo siempre.